La cortesía pide que comience esta carta con las
felicitaciones pertinentes, sin embargo, el alto cargo que Usted ejerce, desde
mi humilde opinión, no es un logro personal el cuál pueda felicitarse, sino la
suma de un designio que trasciende ampliamente las aspiraciones personales, a
las cuales ha renunciado en el mismo instante en que asumió con nuevo nombre. Me refiero a la novísima persona
de Francisco cuyo nombre indica un sentido y una misión esperanzadora.
Desde hace algunos años, seguramente
muchos menos que Usted, estoy a diario en contacto con los hombres, niños y
mujeres más necesitados de la sociedad, y es a partir de esta experiencia que
me gustaría compartir la reflexiones a las que he arribado a partir de mi trato
cotidiano con las familias que, por su condición, reciben asistencia social por
parte del estado.
En mi experiencia, la pobreza, y muchos de los males que
aquejan a los hombres como la enfermedad, la locura, y la violencia nacen de
una matriz productora de creencias que se asimilan con los ambientes y las más tempranas vivencias. Una matriz que produce entes que se apoderan de la
existencia y su vasta riqueza, limitándola a unas pocas posibilidades
inscriptas como mentes foráneas, la
mente de pobreza, la mente de enfermedad, la mente egoísta, la mente de codicia,
de insatisfacción y tantas otras…Desvincular dichas mentalidades y explorar el potencial humano hasta su límite casi imposible, -me parece-, la gran
tarea.
Como muchos de mi generación fui marxista militante en el
convencimiento de que el fin de las desigualdades sociales requería de una
revolución que acabara con las estructuras de explotación del hombre por el
hombre, y de la cuál surgiría una nueva conciencia
humana inspirada en el ideal de “Cristos esparcidos por el mundo”
dispuestos a dar la vida por los otros, los desposeídos, los que sufren y están
hambrientos de justicia.
Básicamente mis ideales no han cambiado, pero
los intensos años que me separan de aquella perspectiva hicieron que tomara
distancia de las ideas a favor del conocimiento
vivencial de las vidas humanas y su compleja encarnación en un mundo de
circunstancias asumidas como identidad que los define. Me refiero a
los condicionamientos que provienen de categorías impuestas por la
cultura dominante que ciñen los destinos humanos a su pura concreción en virtud
de una identidad enajenada. La
identidad conferida por la mirada del Otro en cuyo universo
existe de ese modo de manera
excluyente, hasta tanto logre emanciparse
de aquel espejo que lo atiene a su limitación y los aleja de su verdadero
potencial.
Voy a incurrir en un atrevimiento religioso, mencionar a Buda
y a Cristo como parte de la explicación de lo que quiero decir. Estoy pensando en el joven Príncipe Sakyamunni
y en el apasionado Jesús de Nazaret. Cada uno en su tiempo y en su
circunstancia tuvo una Gran visión de los dolores de su época los cuales
“revelaron” al mundo. No es casual que aquel Principie resguardado en el
palacio de las bienaventuranzas sufriera el impacto del encuentro con los
dolores de la existencia humana, el nacimiento, la enfermedad, la vejez, y la
muerte. Tales eventos le habían sido ocultados durante su crecimiento, y por lo
tanto su mirada fue de estupor ante lo que él no podía concebir. Siempre me
pregunté (y aún no tengo respuesta) si
dicho sufrimiento existía como tal antes de que el Buda lo viera y le diera su
nombre.
Jesús-, por su parte-, nace en un
mundo de excluidos y dominados por el Imperio, en connivencia con las clases sacerdotales que ocupaban los templos. Y
es en ese contexto en el que Jesús asume la voz de los humildes y los mansos,
reclamando para los pobres el reino de los cielos y la hermandad en el Padre
que es Uno para todos. …No estoy diciendo que ellos de modo personal “inventaran”
tales categorías sino que las encarnaron de una instancia colectiva fecundada para que ellas nacieran; me refiero a
que tales visiones surgen de una madurez de condiciones que se expresan en una vida en particular como un símbolo cuya significación es de
largo plazo.
Los hijos de esta época, al igual que los coetáneos de
Jesús y de Buda, también esperamos la palabra
viva de nuestro tiempo. Una síntesis de lo que la humanidad requiere en el
presente y las generaciones próximas. Y es aquí cuando me pregunto qué habría sucedido
si Jesús en vez de seguir su corazón,- con el ojo puesto en el presente-,
hubiera reeditado el ideal de Abraham,
Moisés, Elías, o de cualquiera de los antiguos profetas. Creo, que las “buenas
nuevas” del evangelio nunca habrían llegado.
Porque a mi entender la “alianza” del hombre con el
cielo es siempre novedosa y oportuna como los frutos en su estación, el árbol
es el mismo- quizá- pero el fruto es vida nueva en sus semillas. ¿Puede el pichón nacer del mismo huevo que su
madre? No. Así tampoco el Cristo y el Buda tendrán la cáscara de sus predecesores,
porque cuando ellos se manifiestan caducan las viejas concepciones a favor de
una mirada sorprendida y sorprendente. Los viejos paradigmas se agotan, no se
rompen, y es por ello que las continuidades perduran más allá de su eficacia. Sin
embargo, en lo profundo de la simiente humana se está incubando un párvulo en el corazón de los que esperan.
Nadie conoce el rostro de la criatura hasta que nace,
su gesto, su particular mohín; no obstante algunos prefieren ciertos nombres
así como Usted prefirió Francisco. En mi cariño yo llamo Buda a esa expectativa
aún vacante, pero su nombre es el de
una secreta deidad liberadora cuyo poder rompe el hechizo de la
ilusión y el engaño de una humanidad subyugada
por la negra magia que condena al samsara
del dolor a pobres, excluidos, enfermos, miserables, corruptos e infelices.
Por la sinceridad en el mundo hago votos para que la
Gracia lo acompañe en la preparación del
nacimiento en Cristo del Nuevo Hombre. AMEN//.